sábado, 8 de agosto de 2015

Las órdenes monacales en Sevilla: Benedictinos, Cistercienses, Cartujos, Jerónimos y Basilios


"Las órdenes monacales en Sevilla: Benedictinos, 
Cistercienses, Cartujos, Jerónimos y Basilios"

por 
Salvador Hernández González

en

BARRERO GONZÁLEZ, Enrique; MARTÍNEZ CARRETERO, Ismael (coords.):
Ordenes y Congregaciones Religiosas en Sevilla, 2008, 
ISBN 978-84-8455-291-8, págs. 35-68

Referencia en DIALNET

http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2859352



Conformada Sevilla a lo largo de su historia como una auténtica ciudad conventual en virtud del establecimiento de gran parte de las órdenes religiosas, con especial predominio numérico de las mendicantes, en esta corriente de fundaciones tampoco estuvieron ausentes las órdenes monacales, dedicadas fundamentalmente a la vida contemplativa y litúrgica. Si ya en los mismos días de la Reconquista se hallan presentes los benedictinos, con la fundación de San Benito, los siglos de la Baja Edad Media traen a los cistercienses, cartujos y jerónimos, cerrando este ciclo monacal, ya entrada la Edad Moderna, los basilios. Aunque estas comunidades monacales han sido cortas en número a lo largo de su historia, no por ello ha sido menor su peso e influencia en la historia de la ciudad, especialmente en algunas de ellas como los cartujos y los jerónimos, órdenes ricas que llegaron a acumular un nutrido patrimonio artístico con piezas de primera calidad.



Esta presencia monástica, si bien arranca a raíz de la toma de la ciudad por Fernando III el Santo, cuenta con unos antecedentes en la época visigoda, aureolados por la personalidad de San Isidoro y San Leandro. Si el primero nos dejó su Regula monachorum para los monjes, el segundo escribió, dedicada a su hermana Santa Florentina, su De institutione virginum, regla para los monasterios femeninos, lo que apunta a que por aquellos tiempos existían monasterios de ambos sexos, aunque no hayan llegado huellas de los mismos.



El propio San Leandro, antes de ocupar la sede hispalense, fue monje, aunque no se conoce el lugar ni el nombre del monasterio. Su hermana Florentina fue abadesa de un monasterio y a ella dedicó su Regla. Y San Isidoro, al redactar la suya, debió tener en cuenta la realidad de los diversos monasterios repartidos por la zona.



Sin embargo, esta tradición monacal debió perderse a consecuencia de la invasión musulmana, pudiéndose decir que a partir de la Reconquista las órdenes monacales que entran en Sevilla, a pesar de las pretensiones de algunas de ellas de querer enlazar con un pasado remoto y legendario, forman parte de una corriente de fundaciones que vienen a recristianizar un territorio sometido largo tiempo al Islam, iniciando un nuevo capítulo de la historia religiosa de la ciudad.





LOS BENEDICTINOS: SANTA MARIA Y SANTO DOMINGO DE SILOS (SAN BENITO DE LA CALZADA)



La fundación del monasterio de San Benito de Sevilla constituye uno de los últimos eslabones en el proceso expansivo de la orden benedictina, ya sensiblemente ralentizado cuando se acomete la reconquista del valle del Guadalquivir, lo que determinará que a pesar de contar con unos orígenes estrechamente vinculados con los monarcas castellanos, diversas causas harán que su existencia se desarrolle en un discreto plano material si lo comparamos con el esplendor de que gozaron tanto otras casas de la orden como las restantes fundaciones monásticas de la capital hispalense.



Como decimos los orígenes de esta casa benedictina arrancan de la reconquista de Sevilla y el posterior repartimiento efectuado por los monarcas castellanos. Aunque la tradición afirma que tuvo su comienzo en un oratorio erigido por San Fernando en 1248 en honor de Santo Domingo de Silos, consta documentalmente que el rey Alfonso X el Sabio, por privilegio otorgado en Sevilla el 22 de abril de 1253, donó a don Rodrigo, abad de Silos, diversos dominios en los alrededores de la ciudad y en la localidad de Espartinas, bajo la condición de que un monje cantase misa diaria por el alma de Fernando III. Y el 6 de junio del mismo año el propio monarca otorga, a través de otro privilegio de donación al abad de Silos, un solar junto a la puerta de Carmona, ubicado en el llamado prado de Santa Justa, espacio en el que posteriormente se levantaría el monasterio. Con base en esta donación se constituyó un priorato dependiente del monasterio de Silos, cuyas tierras y solares se arrendaron en el periodo 1253 – 1276 a Marcos Pérez, continuándose realizando el arrendamiento hasta al menos 1312.



Igualmente favorecedores de la fundación benedictina fueron los Reyes Católicos, quienes les concedieron agua de sus Reales Alcázares, en virtud de cédula dada el 6 de marzo de 1475, gracia que posteriormente fue confirmada por Carlos V mediante otra cédula expedida en Burgos el 20 de mayo de 1524.



En 1503 se designa como prior a Don Cipriano de la Cuadra. El año antes, el monasterio de Silos se había incorporado a la Congregación de Valladolid, cuyo General procuró que se integraran en ella los prioratos dependientes de la abadía silense. De este modo no tardaría en unirse la casa sevillana a la Congregación de San Benito de Valladolid, en ejecución de la bula del auditor general de la Cámara Apostólica, confirmada por el papa León X el 9 de octubre de 1517. Y también en virtud de esta bula se concedió poder al General de la Congregación para elevar el priorato sevillano a la categoría de abadía independiente.



Las estrecheces de la primitiva edificación monacal movieron a la construcción de un nuevo monasterio a mediados del siglo XVI. Y el capítulo general de la orden celebrado en 1595 autorizó la adopción de la recolección benedictina en el monasterio sevillano.



Al desplomarse en 1601 el templo de San Benito, la comunidad se trasladó a las casas de los Sandoval, en la collación de Santa Catalina, intramuros de la ciudad, donde permanecieron hasta 1611, en que pudieron acabar de restaurar la iglesia con la generosa ayuda de Doña Catalina de Ribera. En este monasterio vivió, a mediados del siglo XVII, el erudito Nicolás Antonio, autor de la célebre Bibliotheca Hispana Nova. Y en relación con el mundo de la religiosidad popular, hay que señalar que en su iglesia se fundó, en tiempos del arzobispo Don Luis de Salcedo y Azcona (1722 – 1741), la hermandad de Nuestra Señora de Valvanera, devoción que se considera implantada en la ciudad por los comerciantes oriundos de la Rioja. Igualmente tuvo su origen en este monasterio la cofradía del Gran Poder, hacia el año 1435, por la iniciativa de los duques de Medina Sidonia, aunque andando el tiempo acabó trasladándose a otros templos de la ciudad.



El fin de la comunidad vendrá, como para al resto de las órdenes, de la mano de los turbulentos acontecimientos del siglo XIX. A comienzos de la centuria, la invasión napoleónica dispersó a la comunidad, que temerosa del  avance de las tropas francesas abandonó el convento el 1 de febrero de 1810. El ejército invasor provocó grandes destrozos en el edificio monacal durante su estancia, hasta el 27 de agosto de 1812, aunque las mejores imágenes, ornamentos y alhajas pudieron salvarse al ser previamente depositadas en la parroquia de San Roque. Pasada esta contingencia bélica, los benedictinos fueron autorizados a volver a su monasterio en 1816. Sin embargo, la llegada del trienio liberal obliga a los monjes, en 1820, a salir de San Benito por segunda vez, aunque pudieron nuevamente regresar tres años más tarde. El cierre definitivo del monasterio vino de la mano de la desamortización de 1835.



A finales del siglo XIX, lo que había quedado del edificio fue convertido en asilo de ancianos y vagabundos, levantándose más tarde sobre su solar la actual residencia atendida por la congregación religiosa de las Hermanitas de los Pobres. Por ello actualmente sólo subsiste de todo el complejo monacal la iglesia, restaurada en 1950 y convertida en parroquia en 1956. 

El templo, de estilo protobarroco y compuesto de tres naves separadas por arcos de medio punto sobre columnas pareadas de mármol blanco, se cubre con bóvedas de cañón con lunetos en la  nave central, rebajadas en las laterales y bóveda semiesférica decorada con yeserías y pinturas de santos de la orden benedictina en el presbiterio. Los planos de la construcción, desarrollada en los primeros años del siglo XVII, pertenecen a Juan de Oviedo, figurando al frente de las obras, que se finalizaron en 1612 gracias al patronato de los marqueses de Tarifa, el maestro Andrés de Oviedo. En cuanto a su patrimonio artístico, junto a las imágenes de la popular cofradía de San Benito, con el misterio de la Presentación al Pueblo, de Castillo Lastrucci, el Cristo de la Sangre, obra de Buiza, y Nuestra Señora de la Encarnación, del siglo XVII, se conservan diversos retablos, en su mayoría de estilo neoclásico, que albergan algunas piezas de interés, como la Virgen de Valvanera, de controvertida cronología, o la Virgen del Buen Alumbramiento, atribuida al escultor del siglo XVI Roque Balduque, sin olvidar alguna pintura como el magnífico lienzo que representa a Santa Gertrudis con los atributos de abadesa, obra del pintor del siglo XVII Juan del Castillo.





EL CISTER MASCULINO: SAN ISIDORO DEL CAMPO



La fundación cisterciense de San Isidoro del Campo constituye un episodio tardío dentro del proceso de expansión de la Orden del Císter por la Península, siendo la única casa masculina en tierras andaluzas y además de corta existencia, al ser sustituida como veremos su comunidad por la de los jerónimos al entrar el siglo XV. A esta corta presencia cisterciense no fue ajena la decadencia en la que se ve inmersa la orden en la Baja Edad Media, responsable del fin de su proceso expansivo, frenado además por el empuje que ya vienen mostrando las órdenes mendicantes – franciscanos, dominicos, carmelitas, trinitarios, etc. – a través de una larga cadena de fundaciones, cuyo número contrasta con la exigua presencia de los hijos de San Bernardo.



No obstante, el monasterio de San Isidoro del Campo estará llamado a disfrutar días de esplendor durante la fase jerónima de su existencia, como en su lugar veremos, que se desarrollará a partir de 1431 y hasta la Desamortización. Ahora nos vamos a referir a la etapa fundacional, bajo el signo de la orden del Císter, que vino auspiciada por la casa nobiliaria de los Guzmanes. Alonso Pérez de Guzmán “ el Bueno “ y su mujer Doña María Alonso Coronel, en virtud del privilegio otorgado en 1298 por Fernando IV, fundaron en 1301 este monasterio en las inmediaciones de las ruinas de la ciudad romana de Itálica, que en aquellos momentos era conocida “ Talca “ o “ Sevilla la Vieja “, en el lugar donde según la tradición San Isidoro de Sevilla había levantado un colegio y reposaron sus restos hasta su traslado a León en 1063, convirtiéndose en un lugar de culto para los mozárabes, que habrían levantado allí una ermita dedicada a este insigne santo.



El monasterio se entregó a los monjes cistercienses que procedían del de San Pedro, de Gumiel de Hizán (Burgos), siendo la casa del Císter más meridional de España. Las obras debieron iniciarse por la iglesia, inmediatamente después de conseguirse el privilegio de Fernando IV para la fundación, y en 1301 estarían muy adelantadas, ya que se cita el templo en la carta de dotación de dicho año, siendo seguro que cuando en 1309 fallece Alonso Pérez de Guzmán el Bueno el templo se hallaba concluido, pues con anterioridad a su enterramiento tuvo lugar el de su hijo Pedro Alonso de Guzmán. Vemos pues que desde sus inicios queda definida la finalidad funeraria del edificio, que había de servir de panteón al linaje de los Guzmanes. Posiblemente su erección tuviese en parte carácter de templo expiatorio donde recoger los restos del infortunado Pedro Alonso de Guzmán, víctima de los conocidos hechos del cerco de Tarifa y primero en descansar en San Isidoro del Campo. Este momento coincide con el florecimiento del linaje gracias a la concesión por parte de Sancho IV de importantes privilegios a Alonso Pérez de Guzmán, entre ellos el señorío de Sanlúcar de Barrameda, con lo que se sentaban las bases de la que habrá de ser poderosa casa de Niebla, posteriormente ducal de Medina Sidonia.



La comunidad cisterciense recibió para su mantenimiento la propiedad y jurisdicción de la vecina localidad de Santiponce y sus tierras, a cambio de la obligación de celebrar sufragios  por los difuntos de la casa de los Guzmanes. Este privilegio fue confirmado por el rey Don Pedro y por la reina Isabel la Católica. Aunque algo alejado de Sevilla, como señala Collantes de Terán, la vinculación de San Isidoro del Campo con la ciudad fue muy estrecha, tanto por ser sevillanos los patronos y muchos de sus monjes, como por detentar la posesión de inmuebles en la capital y participar con frecuencia en la vida ciudadana.





EL CISTER FEMENINO: LOS MONASTERIOS DE SAN CLEMENTE Y SANTA MARIA DE LAS DUEÑAS



San Clemente.



En los orígenes de este monasterio de monjas cistercienses se entremezcla la tradición y la realidad histórica revelada por los documentos. La tradición local, recogida por cronistas como Alonso de Morgado y Diego Ortiz de Zúñiga, afirma que fue fundado por San Fernando. Como señala Mercedes Borrero Fernández, cuyas conclusiones sintetizamos, tal tradición ha sido transmitido hasta nuestro días sin que haya sufrido ninguna revisión seria a partir de una base documental original hasta hace relativamente poco tiempo.



La explicación tradicional hace que San Clemente surja en la Sevilla recién conquistada, formando parte del complejo mecanismo de recristianización de la capital arrebatada al Islam, ligándose a la Corona y a la Orden monástica más vinculada con ella: el Cister. Como responsable de la recristianización de la zona, era lógico que la monarquía castellana apareciese como patrona de gran cantidad de monasterios. Más complejo es explicar la presencia del Cister en Andalucía, ya que como antes se apuntó al referirnos a San Isidoro del Campo, la reconquista del valle del Guadalquivir coincidió con la decadencia de esta orden monástica y la expansión de otras órdenes más acordes con la espiritualidad de la época. Sin embargo, a pesar de este retroceso cisterciense en beneficio de otras órdenes, la estrecha relación existente entre la Corona y la Orden del Cister – a cuyos monasterios se retiraban las damas de la familia real castellana – hizo que ésta apareciese también en Andalucía, pero con un carácter urbano muy distante del ruralismo de sus establecimientos en Castilla. 

Así surge la tradición que convierte a San Fernando en fundador del monasterio de San Clemente en señal de agradecimiento por haberse tomado la ciudad el 23 de noviembre de 1248, festividad de dicho Santo Pontífice. Si esto ya da realce al monasterio, la tradición va más lejos, añadiendo que las primeras religiosas vinieron desde el monasterio burgalés de Santa María la Real de las Huelgas, acompañando a la que habría que considerar su primera abadesa, la infanta Doña Berenguela, hija del fundador Fernando III, quien estaría enterrada en la iglesia del monasterio. La comunidad prosperaría de tal forma que de acuerdo con esta teoría en tiempos de Alfonso X, hacia 1260, las monjas sevillanas fundarían otro real monasterio de San Clemente en la ciudad de Córdoba.



La realidad puramente histórica fue algo diferente. El monasterio de San Clemente de Sevilla no posee carta fundacional ni noticia alguna del comienzo de su vida monástica. La documentación conservada, cuando menciona esta institución monástica lo hace refiriéndose a ella como comunidad ya formada y en funcionamiento. Aunque la tradición afirma que el monasterio se fundó aprovechando unos palacios de los reyes moros situados en la puerta de Bib Arragel o de la Almenilla, difícilmente se puede comprobar esto al no conservarse el Repartimiento urbano de Sevilla. El primer documento conocido es un privilegio de Alfonso X otorgado en Burgos el 27 de febrero de 1255, confirmando la donación que su padre, Fernando III el Santo, hizo a la Orden de San Juan de Jerusalén de unas casas y solares cerca de la citada puerta de Bid Arragel, entre cuyos linderos se menciona el monasterio de San Clemente que está edificándose. Parece, pues, cierto que casi inmediatamente después de la conquista de Sevilla el monarca dio unas casas de la ciudad para construir dicho monasterio, lo que explica el sentido de la frase inserta en un privilegio de Fernando IV del 13 de agosto de 1310 que dice que Fernando III y Alfonso X “ fizieron en la çiudad un monasterio en honor a San Clemente con dueñas del Cistel “.



En cuanto a la supuesta primera abadesa, la infanta Doña Berenguela, identificada como la hija de Fernando III, es en realidad la homónima hija de Alonso X, nacida en Sevilla en 1253, quien posiblemente estuvo relacionada en algún momento de su vida con este monasterio sevillano, donde fue enterrada. Así pues, el monasterio de San Clemente no fue fundado por una infanta, pero sí acogió en sus primeros años de vida a un miembro de la familia real, hecho que se repetirá en otras ocasiones durante los siglos XIV y XV. La primera noticia cierta de que el monasterio está plenamente constituido es del 16 de enero de 1284, fecha en que Alfonso X pone a la comunidad bajo su protección, atendiendo a la petición que en tal sentido le hiciera el arzobispo Don Remondo, del que el documento señala expresamente que “ él fiziera el monesterio de San Clement “. De ahí que pueda afirmarse que si bien es cierto que fue Fernando III quien dio el solar en Sevilla donde se edificaría este monasterio cisterciense, no fue él sino su confesor y amigo Don Remondo quien llevó a cabo la labor de organización y puesta del funcionamiento del mismo.



Por los años setenta del mismo siglo XIII se funda en Córdoba otro monasterio cisterciense, igualmente dedicado a San Clemente y al que también la tradición considera fundado por las monjas sevillanas en torno a 1260. En realidad, tal monasterio fue independiente del de Sevilla y tuvo como abadesa a Doña Gontrueda Ruiz de León. No subsistió en Córdoba y antes de 1284 su comunidad se trasladó a San Clemente de Sevilla. Es entonces cuando se culmina el proceso fundacional del monasterio sevillano, bajo la dirección del arzobispo Don Remondo, de la abadesa Doña Gontrueda y del amparo real de Alfonso X, que les hizo las primeras grandes donaciones. Así por privilegio del 10 de enero de 1284 el monarca concede al monasterio la heredad de olivar de Almensilla, en el Aljarafe sevillano.



Recapitulando este complejo proceso, podemos considerar la fecha tradicional de 1248 como el momento en que se produce la voluntad de fundar, que tiene como protagonista principal al rey Fernando III. La plasmación material de esta intención sería la concesión de los solares que acogerían a la comunidad de religiosas. En los años cincuenta y sobre todo en la década de los sesenta, el monasterio viviría una segunda fase de consolidación física, en la que los solares donados por el Rey Santo adquirirían la forma de un edificio monástico. Por último, en la década de los 80 del siglo XIII, una vez puestas las bases materiales del monasterio, culmina este proceso fundacional, bajo el control y dirección de un gran administrador como fue Don Remondo, coincidiendo con el traslado de la comunidad de San Clemente de Córdoba, que aporta no sólo miembros y propiedades, sino también la primera abadesa conocida del monasterio sevillano, Doña Gontrueda Ruiz de León. Esta consolidación se confirma con la concesión de amparo real por parte de Alfonso X y las donaciones que constituyeron la base material indispensable para el inicio de la vida comunitaria. De esta forma, se puede decir que en 1284 se hacía realidad el deseo del rey conquistador de fundar un monasterio en honor al pontífice en cuya festividad – 23 de noviembre – se conquistó Sevilla.



Tan ilustres orígenes van a determinar que el monasterio de San Clemente establezca con determinadas instituciones locales y estatales unas relaciones específicas, al igual que las que se mantendrán con el Papado de Roma.



Las relaciones con Roma vienen determinadas por el propio carácter del Cister como orden reformadora, que busca la vuelta a una absoluta pobreza, el rechazo de los bienes temporales y la valoración del trabajo manual como medio de vida. Sin embargo, con el paso del tiempo estos ideales se van a ir olvidando, convirtiéndose los monasterios cistercienses en grandes propietarios rentistas, aunque intenten mantener la pobreza en el estilo de vida de la comunidad. Mucho más constante fue la organización espiritual de la Orden, bajo la estricta observancia de la regla de San Benito. A través de la Carta de Caridad, aprobada por el Papa Calixto II en 1119, se organiza el funcionamiento de la Orden, que se sitúa bajo la directa autoridad de los papas de Roma, desvinculándose por tanto de las autoridades eclesiásticas locales, con lo que se creaba una estructura monástica fuerte, sin intervención de las respectivas diócesis, que mantenía una gran unidad y, a través de ella una enorme fuerza en lo espiritual. El control de la orden se ejercía por parte del Capítulo General, estableciendo una red de casas – madres y filiales controladas por ellas. Con estas características, el Cister alcanzó un enorme éxito, presentándose en la primera mitad del siglo XIII como la Orden monástica más importante del Occidente europeo, aunque en la segunda mitad de la centuria se verá inmersa en un proceso de decadencia que determinará que en las tierras del Sur tenga escasa representación en comparación con otras órdenes, siendo el monasterio de San Clemente de Sevilla el único que prevalece en la zona, logrando sobrevivir hasta nuestros días.



Las relaciones del monasterio sevillano con el Papado, si bien nunca fueron muy intensas, aparecen como regulares y continuadas a lo largo de la Baja Edad Media, como se puede apreciar a través de las bulas y diplomas existentes en su archivo. Así, por ejemplo, Bonifacio VIII en 1302 ordena expresamente la defensa de San Clemente frente a las intromisiones jurisdiccionales de otras instancias como los prelados cordobeses y sevillanos, garantizando la exención de impuestos eclesiásticos a través de la prohibición expresa de cobrarle o exigirle al monasterio sevillano diezmos y primicias por sus tierras. A partir de estos primeros años del siglo XIV, los papas van a limitarse a confirmar una y otra vez los privilegios que el monasterio tiene como tal comunidad cisterciense, tanto los concedidos por el Papado como los otorgados por los reyes castellanos. Esta conexión con la Santa Sede se deja sentir igualmente en la concesión de 100 días de indulgencias – frente a los 40 que se concedían normalmente – en 1507 para los fieles que visitasen el templo de San Clemente en las festividades de la Concepción, Anunciación, Asunción de la Virgen, San Benito, San Bernardo y en el día en que se conmemoraba la edificación de la iglesia.



Igualmente intensas van a ser las relaciones con la Corona, aunque su grado va a ser fluctuante dependiendo de los diferentes reinados. Como hemos visto, el apoyo formal y material de Alfonso X iniciaba una política regia de favor que a partir de estos momentos tendría una continuación por parte de todos y cada uno de los reyes de Castilla, aunque en el sentido no de concesión de propiedades, sino “ amparando “ al monasterio en determinadas concesiones con finalidad económica, sin olvidar tampoco el apoyo simbólico que significa la presencia de miembros de la Casa Real en el seno de la comunidad de San Clemente, como Doña María de Portugal, mujer de Alfonso XI y madre de Pedro I. La política regia se va a centrar en la concesión de exenciones y franquezas en relación con el pago de impuestos y en la defensa del monasterio frente a instituciones civiles como el Concejo de Sevilla o la propia estructura administrativa del Estado. Este trato de favor, en unión del carácter de panteón real del monasterio sevillano, hizo que se consolidase su carácter de Real Monasterio a mediados del siglo XIV. Los reinados que cubren las últimas décadas del siglo XIV no se caracterizan por haber tenido una especial relación con este Cister sevillano, aunque en los años finales de la centuria otra noble dama de estirpe regia, Doña Beatriz de Castilla, hija de Enrique II de Trastámara y I Condesa de Niebla, al enviudar en 1396 de Don Juan Alonso de Guzmán ingresará en el monasterio, donde profesará como religiosa y vivirá hasta su muerte. Esta tibieza va a desaparecer en el reinado de los Reyes Católicos, quienes volverán a preocuparse de la institución de manera más directa, bien confirmando privilegios o bien mediante sustanciosas donaciones monetarias. En definitiva, la relación con la Corona fue muy intensa a lo largo de la Baja Edad Media, tanto en el plano económico pero especialmente en lo espiritual, al convertirse San Clemente en panteón regio y por ende en el monasterio femenino sevillano más relevante en estos siglos medievales.



Tampoco pueden olvidarse las relaciones con el Arzobispado sevillano, que fueron muy fuertes en los primeros momentos, en virtud como hemos visto de la participación de Don Remondo en la organización del monasterio, quien aparece como auténtico cofundador del Cister sevillano. No obstante, San Clemente, como sabemos, dependía de la autoridad directa del Papado, lo que provocaría en el siglo XIV cierto distanciamiento con la Mitra hispalense, situación que cambiará radicalmente en torno a los años 30 del siglo XV, cuando la intervención del Arzobispado en los actos jurídico – económicos suscritos por el monasterio se haga cada vez más intensa, ya que su comunidad – junto con la de Santa María de las Dueñas – pasó a sujetarse al Ordinario, es decir, a la jurisdicción del Arzobispado, pero como decimos exclusivamente en la gestión de su patrimonio económico, manteniendo sus lazos con el Papado como máxima autoridad espiritual.



Del mismo modo fueron también estrechas las relaciones con el Concejo sevillano, tanto a nivel institucional como en el plano puramente personal a través del ingreso de familiares de la oligarquía concejil en el monasterio, pues no pocas de las religiosas de San Clemente fueron viudas o hijas de caballeros veinticuatros – Regidores – , Alcaldes o Alguaciles del Concejo. Las relaciones entre ambas instituciones se polarizarán a lo largo de la Baja Edad Media en torno a tres temas claves, todos ellos de índole económica: los derechos sobre la utilización de los Canales de Tarfia, en la Marisma del Guadalquivir, la entrega de una limosna anual y la exención de impuestos a los habitantes del compás del monasterio, cuestiones que en ocasiones motivaban fricciones entre las monjas y el Ayuntamiento hispalense.



Fruto de este entramado de relaciones, el monasterio de San Clemente va a ir forjando un importante patrimonio económico a lo largo de los siglos bajomedievales, hasta el punto de que a principios del siglo XVI aparece como uno de los grandes propietarios de la Andalucía Occidental. Durante sus primeros años de vida la comunidad cisterciense forja su base económica gracias a las donaciones, ya reales, institucionales o privadas. Así a fines del siglo XIII la comunidad posee una gran heredad de olivar, un cortijo de tierras de cereal, unas pesquerías en la Marisma del Guadalquivir, así como algunas propiedades urbanas de menor entidad. A partir del siglo XIV el patrimonio se incrementa  gracias a las herencias de los miembros de su comunidad, con lo que fue adquiriendo tanto bienes urbanos (de hecho se convirtió en el segundo gran propietario de inmuebles de la ciudad, superado sólo por el Cabildo de la Catedral) como huertas e instalaciones de tipo industrial, como molinos de aceite, lagares o aceñas.



El Real Monasterio de San Clemente fue un elemento importante dentro de la sociedad sevillana de la época como centro de retiro para viudas ilustres, para aquéllas que nunca casaron, para separadas y las huérfanas de los más altos linajes sevillanos, incorporándose a partir del siglo XVI en su sustrato social otros componentes  al incorporar a hijas de comerciantes, artesanos y grupos sociales medios.



Testimonio de este esplendor es la iglesia conventual, de una sola nave que se cubre con un magnífico artesonado de mediados del siglo XVI, recubriendo la parte inferior de los muros un zócalo de azulejería de finales del mismo siglo, atribuido al ceramista Roque Hernández, que en unión de las pinturas murales barrocas con santos de la orden cisterciense componen un espléndido conjunto. La riqueza patrimonial del templo se completa con una excelente colección de retablos. Así en el mayor, obra de Felipe de Ribas entre 1639 y 1647, se alberga destacadas esculturas, como las de San Clemente, San Benito y San Bernardo, la Inmaculada Concepción, San Fernando y San Hermenegildo, más el Calvario del remate. El retablo de la Virgen de los Reyes, del siglo XVII, cobija la imagen de la titular, considerada obra del ciclo fernandino y por tanto fechada en el siglo XIII. De comienzos del siglo XVII, es el retablo de San Juan Bautista, con efigie del santo realizada por Gaspar Nuñez Delgado y diversas pinturas con episodios de la vida del Bautista y profetas, evangelistas y padres de la Iglesia, salidas del pincel de Francisco Pacheco. Otros retablos igualmente reseñables son el de Santa Gertrudis la Magna, del siglo XVII, y el de la Dolorosa, del XVIII. Igualmente importante es la colección de orfebrería del convento, con piezas que cubren un recorrido cronológico desde la Edad Media hasta el siglo XIX, siendo la pieza más valiosa un copón de plata dorada del siglo XIV.





Santa María de las Dueñas.



Desaparecido en el siglo XIX y fusionada su comunidad con la de Santo Domingo el Antiguo de Toledo a comienzos del siglo XX, este segundo monasterio cisterciense hunde sus orígenes en un pasado tan prestigioso como el de San Clemente, unido al proceso de repartimiento de la ciudad reconquistada a los musulmanes, aunque existen divergencias entre los cronistas en cuanto a las circunstancias y fecha exacta de su fundación, situada por unos en 1251 y por otros en 1254, aunque parece más probable la primera, recogida por Ortiz de Zúñiga tanto en sus conocidos Anales como en unos apuntes manuscritos con la historia del convento conservados en el Archivo Histórico Municipal de Sevilla, datos que se enriquecen con la historia de la casa comenzada a escribir en 1629 por orden de la abadesa Doña Juana Cortés, extractada por María Luisa Fraga en su estudio sobre los conventos femeninos desaparecidos en el siglo XIX.



Así pues, sintetizando todas estas aportaciones, los orígenes de esta fundación cisterciense aparecen vinculados a la persona del Almirante Don Juan Maté de Luna, caballero natural de Aragón, quien en el Repartimiento de Sevilla fue beneficiado con unas casas principales en la collación de San Juan de la Palma, que habrían de servir de base al futuro convento, del cual sus hermanas Doña Leonor y Doña María de Aragón serían sus primeras abadesas. La donación de las casas para la fundación, que se fija tanto por la historia conventual como por Ortiz de Zúñiga en 1251, aunque otros apuntan la de 1292, se hizo con la carga de rezar la comunidad en el coro todos los lunes una oración por el alma del Almirante y de sus decendientes. No obstante y como señala María Luisa Fraga, el documento más antiguo del archivo conventual – hoy en Toledo – tiene fecha de 4 de agosto de 1374.



El instituto fundacional, según apunta Ortiz de Zúñiga, era el de servir de recogimiento, a modo de beaterio, para mujeres casadas “ mientras sus maridos militaban contra los moros, de que le resultó el nombre de Dueñas “, como sinónimo de señoras, aunque esta denominación parece ser general en la época para referirse a cualquier comunidad de religiosas. Desde sus inicios estuvo sujeto directamente a la autoridad pontificia, hasta que en 1322 – o 1334 según otra versión – pasaron a depender del Ordinario, “ según la tradición que había en las [monjas] más antiguas “. En 1292, siendo abadesa Doña Isabel de Argomedo se hicieron obras de reparación en algunas dependencias. Entre 1448 y 1487 es abadesa Doña Catalina de los Ríos, quien también lo fue de San Clemente. El último año citado un breve pontificio permite comer carne a la comunidad.



El monasterio de Santa María de las Dueñas gozó del favor regio, especialmente del de Isabel la Católica, quien pasaba en él temporadas de retiro espiritual, siendo tradición conventual que esta soberana regaló diversas prendas y ornamentos sagrados, como un frontal de brocado y un vestido a la imagen de Nuestra Señora que se veneraba en el coro. En relación con esta imagen se cuenta su milagroso hallazgo por un pastor en el hueco de un árbol y el deseo que le transmitió la Virgen de ser trasladada al convento de las Dueñas. Dado el prestigio de que gozaba esta comunidad cisterciense, de sus muros salieron las que habían de ser fundadoras o reformadoras de otros conventos, como los de la Encarnación y Santa María de la Paz en Sevilla, El Calvario en Paterna del Campo (Huelva) o San Plácido de Madrid.



Entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII el viejo edificio conventual medieval experimenta una serie de transformaciones, como la construcción de un dormitorio en 1566, renovación del coro bajo en 1587, reforma del claustro principal en 1608, restauración del coro alto en 1618, y a partir de 1621, la construcción de la nueva iglesia. Entre 1620 y 1625 la comunidad de las Dueñas mantuvo un pleito contra la Casa de Alba a cuenta de la pretensión de esta última de reedificar en el templo conventual una tribuna a la que tenían acceso directo desde el palacio ducal, situado enfrente de la iglesia. Gracias al favor regio, las monjas ganaron el pleito.



El siglo XIX supondrá el fin del convento de Santa María de las Dueñas. Al comenzar la centuria, la invasión napoleónica redujo el convento a la mayor pobreza. Y aunque la comunidad pudo sortear los decretos desamortizadores de Mendizábal, en medio de una gran penuria económica, no pudo evitar su disolución como consecuencia de los acontecimientos de la Revolución de septiembre de 1868. La Junta Revolucionaria que tomó el poder en Sevilla decretó el cierre del convento de las Dueñas para su derribo argumentando razones urbanísticas, por lo que el 10 de octubre de dicho año su comunidad pasó a unirse a las jerónimas de Santa Paula. Aquí permanecieron hasta que en 1877 se trasladaron al ex – convento de San Benito de Calatrava (hoy parroquia de Nuestra Señora de Belén, cerca de la Alameda de Hércules), que había pertenecido a la suprimida orden militar de Calatrava, cuya casa e iglesia les fue concedida a las cistercienses por la Mitra. Sin embargo, las malas condiciones de habitabilidad del inmueble las obliga en 1885 a una nueva mudanza, esta vez a una casa de la calle Lista n º 12, anexa a la iglesia del ex – colegio dominico de Montesión y cuyo mal estado de conservación obligó en 1909 a trasladarse a Santa Inés. Con el producto de la venta de la casa de la calle Lista, y ante las nulas perspectivas de encontrar un nuevo y digno emplazamiento, las monjas cistercienses contactaron con las de su misma orden del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo, con cuya comunidad se fusionaron en 1912 y a donde se llevaron lo que pudieron salvar del derribo del convento de las Dueñas y conservar en medio de tantas vicisitudes.



Como hemos apuntado, el derribo del cenobio fue programado por la Junta Revolucionaria con la excusa de regularizar el urbanismo de su entorno, a fin de ensanchar el último tramo de la calle Inquisición – hoy Doña María Coronel – y también la calle Gerona (antes Sardinas), acometiéndose la demolición con una rapidez extraordinaria. Las pérdidas artísticas fueron cuantiosas, teniendo en cuenta la riqueza del convento, descrito por González de León pocas décadas antes de su desaparición. Por su parte, Tassara en su clásico estudio sobre los templos destruidos por la Revolución de 1868 hace inventario de las pérdidas, lamentándose de la destrucción de piezas tan significativas como los artesonados que cubrían la escalera y el salón llamado de Isabel la Católica, o algunos de los retablos existentes en la iglesia, con cuyos fragmentos se recompusieron algunos retablos en la parroquia de Santa Marina, donde fueron destruidos en 1936. Algunos de los relieves del retablo mayor, obra documentada de Andrés de Ocampo a finales del siglo XVI, pasaron al Museo de Bellas Artes, donde actualmente se exhiben. Un retablo lateral, dedicado a San Juan Bautista y realizado en 1592 por Miguel Adán y Vasco Pereira, se identifica con el dedicado actualmente a Jesús Nazareno en el convento de Santa Isabel, aunque sustituidos los relieves originales – hoy en el Museo de Bellas Artes – por diversas pinturas. En el mismo Museo se conserva azulejería procedente del zócalo que ornamentaba el claustro. Otras piezas pasaron a templos de diversas localidades de las provincias de Sevilla y Huelva, siendo difícil seguirles el paradero. Y como antes se apuntó, diversas esculturas, pinturas y ornamentos sagrados se conservan en el convento toledano de Santo Domingo el Antiguo, a donde llegaron junto con las religiosas procedentes de Sevilla en 1912.





LA ORDEN DE SAN JERONIMO



San Jerónimo de Buenavista.



La Orden de San Jerónimo surgió en Castilla en el último cuarto del siglo XIV, dentro de una corriente de reforma de la vida monástica que tuvo en Juan I (1379 – 1390) su gran impulsor. La iniciativa fundacional partió de dos grandes ascetas, Pedro Fernández Fecha, antiguo camarero mayor de Pedro I, que en religión se llamó fray Pedro de Guadalajara; y Fernando Yáñez de Figueroa, canónigo de Toledo. Ambos, pretendiendo recuperar la vocación de retiro eremítico de San Jerónimo en el siglo IV en el desierto de Calcis, crean esta orden tan genuinamente hispánica, siendo su primer monasterio el de San Bartolomé de Lupiana, cerca de Guadalajara.



El prestigio de la nueva orden, protegida por reyes, nobles y prelados, hace que la espiritualidad jerónima se extienda por la Península a través de un ciclo de fundaciones que alcanzaría su más alto punto de esplendor en el siglo XVI con el monasterio de San Lorenzo del Escorial.



Los jerónimos se introducen en Andalucía con la fundación del monasterio de San Jerónimo de Valparaíso en Córdoba en 1405. A Sevilla llegan en 1414 para fundar San Jerónimo de Buenavista. La iniciativa para establecer este monasterio se debe a Nicolás Martínez de Medina, tesorero y contador mayor de Juan II. Un hijo suyo, fray Diego Martínez, era monje en Guadalupe, de la propia orden, lo que fue despertando en el fundador el afecto hacia los jerónimos. Necesitando asesoramiento jurídico en asuntos familiares, el padre solicitó del prior de Guadalupe permiso para que su hijo les prestara el apoyo legal correspondiente. Así llega a Sevilla fray Diego acompañado de otro profeso, fray Juan de Medina, igualmente de familia sevillana, a comienzos de 1413.



Una vez resueltos los asuntos jurídicos, los padres insistieron en prolongar la estancia del hijo junto a ellos, proponiéndole el proyecto de la fundación de un monasterio jerónimo en Sevilla. Para este proyecto fue decisiva la protección del arzobispo Don Alonso de Ejea así como el apoyo de distintos afectos a la orden entre las familias sevillanas distinguidas. Entre estos destaca el jurado Juan Esteban, que ofreció unos terrenos extramuros de la ciudad, en el pago de Mazuelos o Buenavista, dotados de viñas, huertas, casas y tierras de labranza. Obtenida la licencia del prior de Guadalupe, fray Diego tomó posesión de la heredad el 27 de enero de 1414. Muy expresivo del apoyo que desde su fundación gozó el monasterio es el hecho de que apenas quince días después, el 11 de febrero, se consagrase el monasterio con una solemne procesión con el Santísimo Sacramento, a la que asistieron los dos cabildos, civil y eclesiástico. Aunque el monasterio fue consagrado en esta fecha y se designó como superior a fray Diego, a efectos jurídicos siguió dependiendo de Guadalupe hasta su reconocimiento oficial por el capítulo de la Orden de 1426.



En sus primeros tiempos, la naciente comunidad se instalaría en las casas de la heredad de Buenavista, disponiendo de una capilla provisional, aunque no tardaría fray Diego en emprender la obra de la iglesia, proyecto para el que contaba con el apoyo del arzobispo, del tesorero real, su padre, y de otras familias devotas de la orden. De esta forma la construcción se inició en el mismo año 1414, prolongándose las obras hasta 1450.



Enseguida afluyeron las donaciones privadas, que en unión de los privilegios municipales contribuyeron a incrementar las tierras y propiedades del monasterio. Así en 1419 los jerónimos eran dueños de la riquísima heredad de Hernán Cebolla, y en 1445 el Concejo Municipal autorizaba a los rebaños de la comunidad para pastar en una dehesa de la ciudad, y al año siguiente le concedía el importe de todo el campo de Matrera que consumiese su ganado. Igualmente se envían legados por parte de la Mitra, como sucedió cuando el cardenal Cervantes, en 1453, nombra al prior fray Pedro de Illescas como su albacea testamentario, al tiempo que lo designa también como patrono del recién fundado Hospital de San Hermenegildo, igualmente conocido como Hospital del Cardenal. A estos legados y privilegios se añadirán los bienes propios de fray Diego, aunque no sin problemas, pues cuando en 1429 muere su madre, doña Beatriz, la herencia provocó un curioso litigio al ser reclamada para sí por el prior de Guadalupe, lo que obligó a fray Diego a abandonar temporalmente su cargo para defender mejor los derechos de San Jerónimo de Buenavista. Ya resuelto el pleito, Buenavista recibió su parte, valorada en 6.659 doblas en fincas y tierras, volviendo fray Diego a su cargo de prior, que siguió desempeñando hasta su muerte en 1446.



Entretanto, la orden jerónima incrementa sus fundaciones y el número de sus miembros; en 1431 entran los jerónimos en el monasterio cisterciense de San Isidoro del Campo, y en 1475 doña Ana de Santillán funda Santa Paula, uno de los primeros monasterios de monjas jerónimas que tendrá la orden. Unido el convento de Santa Paula desde su origen a Buenavista, las religiosas quedaban sometidas a su prior, quien a la vez era su visitador, desempeñando igualmente los jerónimos la función de confesores y administradores del cenobio femenino. Las historias de ambas fundaciones están estrechamente unidas hasta la extinción de Buenavista, hasta el punto de que los bienes, enseres y archivos de los jerónimos serían confiados en depósito a las monjas de Santa Paula.



A partir de los inicios del siglo XVI el monasterio de San Jerónimo iniciará una curva ascendente, incrementándose su fama, prestigio y propiedades. Numerosos personajes de la ciudad designan a sus priores como albaceas testamentarios, acogiéndose bajo su patronazgo diversas instituciones y conventos. Así a comienzos de la centuria, la fundadora del Hospital de las Cinco Llagas, doña Catalina de Ribera, esposa del Adelantado Mayor de Andalucía, don Pedro Enríquez, encarga en 1503 su custodia a un patronato integrado por los priores de los monasterios de Santa María de las Cuevas, San Jerónimo de Buenavista y San Isidoro del Campo, los cuales se iban turnando anualmente en su presidencia. Y abundando en esta relación, doña Catalina designa como albacea, junto con sus hijos Fadrique y Enrique, al prior de Buenavista, legando al monasterio una manda de 5.000 maravedíes.



Otra familia de la nobleza, los Ponce de León, mantienen vínculos con el monasterio. Así Pedro Ponce de León, primer conde de Arcos, en su testamento otorgado en Marchena el 10 de septiembre de 1469 instituye, con carácter perpetuo, la donación de sesenta fanegas de pan, dádiva que será completada con otras de los sucesores de la casa, como los quince atunes de las almadrabas de Rota concedidos por Don Luis Cristóbal Ponce de León el 24 de noviembre de 1576. Por su parte, los priores de Buenavista actúan como albaceas en los testamentos de algunos miembros de la Casa de Arcos, como don Juan Ponce de León y su hijo don Rodrigo. Igualmente debe destacarse que a pesar de tener esta familia su enterramiento en el convento de San Agustín, en ocasiones eligieron la iglesia de San Jerónimo como su última morada, como sucedió con el enterramiento de doña Leonor Núñez, esposa de don Rodrigo, quien contó con lujosa sepultura en la capilla mayor.



La situación geográfica del monasterio favorece su ya cualificada posición política y social: ubicado en un paraje próximo al recodo del río, desde el que se contemplan hermosas vistas, alejado de la ciudad y de sus epidemias y revueltas, vecino al camino real que conduce a la Corte, y con una comunidad próspera ocupada en solemnes cultos, invitaba a que los prelados hispalenses lo frecuentasen, teniendo allí siempre preparado alojamiento. Igualmente la Corona lo distinguió como residencia regia durante las visitas de los reyes a Sevilla a lo largo de la centuria. Así los Reyes Católicos fueron los primeros en pernoctar en San Jerónimo, como sucedió en ocho ocasiones entre 1477 y 1502. Igualmente el emperador Carlos V hizo noche en Buenavista con ocasión de su boda con Isabel de Portugal en 1526. Y por su parte Felipe II se alojó allí el 30 de abril de 1570, antes de efectuar su entrada en la ciudad por la puerta de Goles. Como muestra del favor real, este último monarca concede a San Jerónimo el privilegio de impresión de la bula de la Santa Cruzada para las Indias, prerrogativa que concedida por el monasterio de San Lorenzo del Escorial, que hasta entonces la había detentado, supondrá la instalación de una imprenta en las dependencias del monasterio, generando esta tarea cuantiosos ingresos a la comunidad. A propósito de esta relación con la imprenta hay que recordar que ya en el último decenio del siglo XV los jerónimos habían encargado la impresión de un antifonario, lo que les convierte en una de las primeras comunidades sevillanas en utilizar el gran invento alemán.



Al finalizar el siglo XVI el monasterio de Buenavista se hallaba en inmejorables condiciones. Habían finalizado las obras renacentistas que dieron como resultado un monumental conjunto monacal. La comunidad religiosa era numerosa, y la facultad de imprimir bulas le proporcionaba elevados ingresos. Las propiedades rústicas y urbanas eran calificadas de opulentísimas, integradas por distintas heredades no sólo en Sevilla (Mazuelos y Hernán Cebolla), sino dispersas por otras poblaciones de la provincia, a lo que hay que añadir numerosas fincas urbanas en la capital, localizadas preferentemente en los barrios más al norte del casco urbano. El esplendor y grandiosidad de la casa atrajo a viajeros como el embajador veneciano Navagero en el siglo XVI y años más tarde Cosme de Médicis, quienes tuvieron la oportunidad de admirar sus jardines.



Tras la expansión y auge del Quinientos, vendrá el declive del siglo XVII, al verse la comunidad afectada por la crítica coyuntura que sacudía a la ciudad en la difícil centuria del Seiscientos. La crisis demográfica provocada por las epidemias de peste que castigan a la ciudad se unen a las catástrofes naturales, como las inundaciones del río, que afectaron especialmente al monasterio por hallarse como sabemos vecino al curso fluvial, siendo especialmente catastrófica la riada de 1626, que provocó serios daños en el conjunto monacal. Igualmente cambiará el signo de las relaciones con la Corona, ya que los monarcas van a encontrar en los jerónimos una fuente de rentas más que de inspiraciones religiosas. De esta forma los religiosos contribuirán a las necesidades de la Hacienda Real con diversas donaciones, aunque por contra la presencia de los monarcas en el monasterio se hace cada vez más esporádica, pudiéndose citar únicamente la visita de Felipe IV en 1624 y las visitas de Felipe V durante la estancia de la corte en la ciudad entre 1729 y 1733. A pesar de la decadencia económica y social de la comunidad, no dejó de incrementarse su patrimonio artístico, entendiendo la función de las obras de arte no sólo como catalizadoras de la piedad, sino también como muestra de la difusión y prestigio de la Orden, bastando con citar como botón de muestra la célebre escultura de San Jerónimo Penitente, obra del florentino Torrigiano, autor también de otra efigie de la Virgen de Belén para el mismo templo, conservadas ambas piezas en el Museo de Bellas Artes sevillano, y la serie de pinturas sobre la vida de San Jerónimo y personajes ilustres de la orden pintada por Valdés Leal entre 1656 y 1657 para la sacristía de la iglesia monacal, que hoy pueden igualmente contemplarse en la pinacoteca hispalense. Otro gran ciclo pictórico que adornó los muros de San Jerónimo fue el ejecutado por Juan de Espinal entre 1770 y 1780 con episodios de la vida del santo, destinado al ornato de las galerías del claustro principal.



La llegada del siglo XIX supondrá el fin de la vida monacal en San Jerónimo de Buenavista. Cuando comienza el Ochocientos, la comunidad había disminuido su número sensiblemente, integrada por sólo una docena de religiosos y de avanzada edad en su mayoría. Las críticas circunstancias políticas y económicas de la nación, unidas a los avatares bélicos y a la inquietud e inseguridad social tuvieron especial incidencia en la comunidad jerónima, que se vio aislada en las afueras de la ciudad, con una extensa propiedad solamente ocupada por unos pocos y ancianos monjes, incapaces de proteger un nutrido patrimonio artístico, por lo que la existencia se hacía difícil de sostener. Como medida preventiva de saqueos, los jerónimos fueron trasladando sus tesoros artísticos a otros conventos, como San Buenaventura o Santa Paula, hasta que se produjo la incautación definitiva. El primer golpe vino de la mano de la invasión napoleónica, decretando el 18 de agosto de 1809 el gobierno intruso la extinción del clero regular. Al año siguiente, en febrero de 1810 es incautado el monasterio de Buenavista, junto con su contenido en cuadros e imágenes, objetos de culto, mobiliario, ropa y cuanto de valor había en el mismo. Las alhajas de plata, orfebrería y ropa se enviaron a la Tesorería del Ejército; la biblioteca, a la Universidad; los utensilios de cocina y farmacia, al Hospital General, y las pinturas pasaron o bien al depósito establecido en el Alcázar, o a diversos templos sevillanos. Pasado el temporal de la francesada, la comunidad pudo, en 1823, reintegrarse a su convento y recuperar sus enseres en depósito. Sin embargo, la iglesia mostraba tal estado de destrucción que era imposible su restauración. Y los pocos frailes que volvieron no tardaron en pedir su exclaustración por diversas razones. No obstante, el monasterio todavía conservaba en 1828 la propiedad sobre 53 inmuebles en el casco urbano, contando además con otras fuentes de ingresos, más nominales que reales, como tributos sobre casas y otros inmuebles urbanos, tierras de labor, olivares y patronatos; rentas vitalicias; juros sobre las alcabalas; réditos por empréstitos a la corona, o incluso una pensión pagada en especie. Las propiedades rústicas, aunque cuantitativamente más menguadas, proporcionaban sin embargo unos ingresos más elevados, pues sus ingresos eran algo más del doble de todo lo percibido por el alquiler de propiedades urbanas, tributos, juros y empréstitos. Tales propiedades consistían, en vísperas de la exclaustración, en la huerta y arboleda englobadas dentro de los muros del monasterio, otra huerta anexa a una propiedad y que se llevaba de forma independiente a ésta, cuatro cortijos, dos haciendas, unos olivares, una dehesa, una haza y unos molinos, todo ello repartido entre nueve términos municipales, fundamentalmente de localidades de la Vega y Aljarafe, además de la capital.



 En estas circunstancias llegó la definitiva extinción de la orden en 1835, pasando los últimos enseres de los jerónimos al convento de Santa Paula y otras piezas, como las esculturas de Torrigiano y las pinturas de Valdés Leal y Espinal, al Museo de Bellas Artes. El inmueble, tras haber servido de hospicio de pobres y colegio, se convierte en 1843 en fábrica de cristales. El uso industrial alteró notablemente el edificio, en especial la iglesia (que fue prácticamente arrasada), torre y miradores, llegando el colmo de la profanación y el abandono al utilizarse como cebadero de cerdos.



El 27 de agosto de 1964 el monasterio es declarado monumento histórico – artístico. Y después de pasar su propiedad por varias manos particulares, el 8 de marzo de 1984 el Ayuntamiento de Sevilla compra el edificio por poco más de 25 millones de pesetas y los terrenos circundantes por 19 millones tras un proceso de expropiación, habiéndose emprendido desde entonces un proceso de restauración que ha devuelto para el disfrute de los ciudadanos los restos de tan ilustre fundación jerónima, reducidos tras tantos avatares al magnífico claustro principal de estilo renacentista, la torre campanario, unas pocas capillas del templo conventual y otras dependencias secundarias, destinándose ahora este recinto monacal a usos culturales y recreativos.





San Isidoro del Campo.



El segundo monasterio jerónimo sevillano fue el de San Isidoro del Campo, que habiendo nacido como establecimiento cisterciense, como atrás vimos, acabó incorporándose en el siglo XV a la orden de San Jerónimo, en virtud del desalojo de los monjes del Císter y su ocupación por una rama reformada de los jerónimos, la instituida por fray Lope de Olmedo, más conocida como “ los isidros “ en honor al titular del monasterio de Santiponce.



Tal reforma de la orden jerónima fue promovida por fray Lope de Olmedo, quien en el tercer capítulo general de la orden, celebrado en abril de 1418, fue designado general de la misma y prior del monasterio de Lupiana. Este religioso pretendía acometer una reforma radical de los jerónimos, abandonando la regla de San Agustín para adoptar unas normas redactadas por él mismo y basadas en las obras atribuidas a San Jerónimo. Este plan implicaba modificar el hábito tradicional de los jerónimos e introducir disposiciones más severas y austeras, próximas a las reglas de la Cartuja, en la línea del eremitismo primitivo de la Orden: los monjes no podrían comer carne, tendrían que guardar clausura y disciplinarse tres veces por semana.



En este proyecto trabajó entre 1420 y 1430, contando con el apoyo de los papas Martín V y Eugenio IV, pero despertando al mismo tiempo la oposición de la familia jerónima española, que se opuso cerradamente al plan de su general. El papa Martín V aplicó una solución salomónica para el problema, disponiendo que los miembros de la orden de San Jerónimo podrían persistir en su hábito y regla de San Agustín como siempre, mientras que por su parte fray Lope de Olmedo podría establecer una rama sometida a la regla llamada de San Jerónimo, surgiendo así los monjes ermitaños de San Jerónimo. Así en 1424 fray Lope vuelve a España y establece el que iba a ser el primer monasterio de esta reforma jerónima, el de San Jerónimo de Cazalla. Años después, en 1431 este personaje adquiere nueva relevancia en la Iglesia de Castilla, ya que al ser suspendido el arzobispo de Sevilla don Diego de Anaya de la jurisdicción de su sede por Martín V, designa a fray Lope como administrador apostólico del arzobispado hispalense, lo que le permite establecer una nueva casa de su reforma, al recibir el 24 de septiembre de dicho año el monasterio de San Isidoro del Campo de manos de su patrono don Enrique de Guzmán, conde de Niebla, quien tras complicados pleitos y en cumplimiento de una bula otorgada en 1429 por Martín V había expulsado a los cistercienses por la relajación de la observancia monástica, manifestada en diversas irregularidades y desórdenes.



La trayectoria de esta fundación de San Isidoro del Campo fue muy conflictiva. Si bien esta reforma o Congregación de la Observancia Jerónima llegó a contar con seis monasterios más, todos, excepto uno, en Andalucía, y cerca de una veintena en Italia, pronto surgieron entre los “ isidros “ los deseos de unirse con el tronco de la orden de San Jerónimo, como se puso de manifiesto en 1449 y entre 1492 y 1495, aunque la unión definitiva no tendría efecto, tras diversas contingencias, hasta 1567 – 1568, promovida por Felipe II dentro del contexto del amplio programa de reforma del clero regular impulsado por la Corona. Esta fusión vino precedida de la polémica trayectoria de estos jerónimos reformados, que en la década de 1550 eran ya objeto de denuncias contra algunos de sus miembros, agravándose la situación en el caso de San Isidoro del Campo con la implicación de su comunidad en un brote de luteranismo que fue rápidamente extirpado por la Inquisición, que sin embargo no pudo impedir que algunos fugitivos encontrasen refugio en el extranjero, como los que habrían de ser los mejores escrituristas protestantes españoles, Casiodoro de Reina, Antonio del Corro y Cipriano de Valera, habiéndonos legado como muestra de este campo del estudio bíblico la famosa traducción castellana de las Sagradas Escrituras conocida como la “ Biblia del Oso “.



Una vez pasado el temporal reformista, el monasterio de San Isidoro compartió a lo largo de la Edad Moderna su discurrir con el de la vecina villa de Santiponce, sobre la que, como ya quedó apuntado con anterioridad, ejercía la administración temporal y espiritual, de la que no sacaba rentas demasiado elevadas, aunque al poseer juros y otras fincas rústicas y urbanas quedaba garantizada la estabilidad de la comunidad jerónima. Sin embargo, los documentos prueban que el monasterio atravesó entre fines del siglo XVII y comienzos del XVIII una etapa de dificultades económicas que los monjes intentaron superar de variados modos, ya haciendo valer sus antiguos privilegios, ya solicitando otros nuevos, como sucedió cuando en 1687 los jerónimos solicitan un título de Castilla del que poder beneficiarse la comunidad, ante el estado de extrema necesidad de la casa, consumidas sus rentas y con elevadas deudas pendientes de pago, aunque la petición fue finalmente denegada. No obstante, los monjes de San Isidoro no se vieron del todo desamparados, ya que por una real cédula de 30 de abril de 1691 se les concedió privilegio para celebrar en su lugar de Santiponce una feria franca del 8 al 15 de octubre de cada año, a pesar de las protestas de los comerciantes sevillanos, quejosos de la nueva competencia que se les avecinaba con esta celebración mercantil. A pesar de todo, la feria de Santiponce tuvo éxito, ya que en una semana se hacían importantes negocios, aliviando de este modo la economía monacal, aunque la jurisdicción ejercida por los monjes sobre los vecinos de Santiponce, manifestada en la recaudación de impuestos, permisos de pastos, diezmos, estipendios de cultos en la parroquia, etc., determinaron unas relaciones algo duras entre los lugareños y el monasterio jerónimo.



A raíz de la desamortización de 1835 el monasterio se convirtió en cárcel de mujeres, aunque para frenar su venta se declaró en 1872 Monumento Nacional. En 1880, tras un largo pleito, parte del inmueble – el núcleo fundacional cisterciense y algunas de las dependencias ampliadas y reformadas por los jerónimos – volvió a los descendientes de los antiguos patronos, dedicándose el resto de las dependencias a diversos usos industriales que agravaron su deterioro y ruina, desapareciendo algunos de los elementos del conjunto monacal. Entre 1956 y 1978 volvió una reducida comunidad jerónima, y tras la firma en 1989 de un convenio de cesión con la Fundación Casa Alvarez de Toledo y Mencos, la Junta de Andalucía inició la restauración y puesta en valor del núcleo fundacional y ha adquirido gran parte de los elementos restantes, proyectando su rehabilitación. Finalmente, desde el pasado año 2002 el edificio ha quedado abierto a la visita pública, siendo escenario de exposiciones y otros eventos culturales.



Tras tantas vicisitudes, nos ha llegado como decimos el núcleo fundacional del monasterio medieval y algunos elementos producto de las intervenciones renacentistas y barrocas. El núcleo primitivo está integrado por una iglesia gótica que en realidad está compuesta por dos templos de nave única, ambos cubiertos con bóvedas de nervaduras y dotados con sendos ábsides poligonales, coronando el perímetro de los muros con almenas que convierten al conjunto en una verdadera fortaleza, función militar que eventualmente cumplió el monasterio cuando, todavía en curso la reconquista, las algaradas islámicas atravesaban el valle del Guadalquivir. Ambas iglesias, la principal y más antigua edificada por Guzmán el Bueno exclusivamente para su eterno reposo, y la lateral destinada al enterramiento del resto del linaje y a parroquia de Santiponce hasta la construcción en el siglo XX del actual templo parroquial de la localidad, conservan un interesante conjunto de piezas artísticas. En la iglesia primitiva, destinada al servicio de la comunidad jerónima, destaca el magnífico retablo mayor, obra ejecutada entre 1609 y 1613 por Martínez Montañes, que alberga excelentes relieves que constituyen muestras antológicas de la escultura barroca, como las escenas de la Adoración de los Pastores y Adoración de los Magos, o la escultura de San Jerónimo penitente; igualmente reseñables son los sepulcros de Guzmán el Bueno y su esposa doña María Alonso Coronel, del mismo escultor, y la sillería del coro, obra del artista gallego Bernardo Cabrera, además de diversas pinturas barrocas. En la segunda iglesia, presidida por un retablo barroco del siglo XVIII, hay que citar algunas esculturas de valor, como un Calvario del siglo XVI, cuyo Crucificado se vincula con la producción del escultor Jerónimo Quijano, además de otro Crucificado gótico fechado a comienzos del siglo XIV y considerado por tanto de la etapa fundacional del monasterio, sin olvidar tampoco algunos sepulcros de miembros de los Guzmanes, una tabla gótica de la Virgen con el Niño acompañada por Santa Bárbara y Santa Catalina y una vidriera representando a San Isidoro.



De los numerosos claustros que tuvo el monasterio, producto de las grandes reformas que a partir del siglo XV inician los jerónimos para expresar su poder y preponderancia, sólo se han conservado tres, aunque uno de ellos en manos de particulares. El denominado de los Muertos, por servir de enterramiento a los miembros de la comunidad, es de estilo mudéjar, articulado en dos plantas con arcos peraltados encuadrados por alfiz que descansan en pilares octogonales, todo ejecutado en ladrillo agramilado. Por las galerías de la planta baja corre un interesante zócalo pictórico en cuyos paneles alterna la lacería mudéjar con elementos vegetales, temas figurativos, como la escena de la Anunciación y las figuras de San Jerónimo y San Miguel, y motivos heráldicos. A este patio se abren, aparte de algunas capillas vinculadas a devociones privadas que todavía muestran conjuntos pictóricos murales y algún retablo, las dependencias de uso comunitario, como el refectorio, amplia nave cubierta con bóvedas góticas pintadas con motivos heráldicos, vegetales y arquitectónicos, presidiendo el testero del recinto una importante representación cuatrocentista de la Santa Cena; la celda del prior, con interesante techumbre de alfarje renacentista; la sacristía, reformada en época barroca con yeserías, pinturas murales y retablos; y la sala capitular, que igualmente enmascaró su estructura medieval con pinturas murales y retablos, aunque en las últimas restauraciones se ha recuperado parcialmente el ciclo pictórico que recubre la parte baja de los muros, con escenas de la vida de San Jerónimo, excepcional muestra de la pintura gótica del siglo XV. Con esta dependencia comunica la recoleta capilla del Reservado, recinto presidido por un retablo ejecutado por Martínez Montañés que cobija las bellísimas efigies de la Virgen con el Niño, San Joaquín y Santa Ana.



El otro claustro, comunicado con el primero y llamado de los Evangelistas, igualmente ejecutado en ladrillo y de estilo mudéjar, decoró sus paramentos con un excepcional programa decorativo a base de pinturas en las que los paneles de lacería alternan con representaciones de diversos santos y episodios de la vida de San Jerónimo, junto con los emblemas heráldicos de Don Enrique de Guzmán, lo que ha llevado a fechar estas pinturas entre 1431, fecha de la llegada de los jerónimos, y 1433, fecha del óbito del citado miembro de los Guzmanes, habiéndose vinculado su ejecución con artistas italianos.



Otras zonas del conjunto permanecen en lamentable estado de ruina o son de propiedad privada, como las dependencias que rodean un tercer claustro, en el que conviven elementos góticos, renacentistas y barrocos, o la torre barroca que se eleva en uno de los ángulos del edificio, habiendo desaparecido otros claustros, como el de los Mármoles o de la Botica, que estuvo cercano a la antigua hospedería. Más desfigurados permanecen otros elementos, como molinos, almacenes, pajares, etc., destinados en su día al abastecimiento y reaprovechados en parte por la entidad benéfica “ Paz y Bien “. Tal complejidad nos da buena idea de la amplitud e importancia de esta fundación jerónima, felizmente recuperada para su uso y disfrute por los ciudadanos.





Santa Paula.



La fundación del monasterio de Santa Paula vino promovida por la iniciativa de Doña Ana de Santillán, hija de Fernando Fernández de Santillán, caballero veinticuatro de Sevilla, y de Doña Leonor Arias de Saavedra, casada en 1448 con el jurado Don Pedro Ortiz Nuñez de Guzmán, del que enviuda una década después, dedicándose entonces a la educación de su hija Doña Blanca, la cual no tardaría en fallecer. Al poco tiempo de la muerte de su hija, en torno a 1469, se recluyó doña Ana de Santillán en el emparedamiento de San Juan de la Palma, con el propósito de llevar una vida de perfección apartada del mundo. Aquí maduraría seguramente la idea de llevar a cabo una nueva fundación conventual. A este propósito aplicó unas casas de su propiedad en la collación de San Román, a las que unió otras adquiridas por compra al monasterio de San Jerónimo de Buenavista, bajo cuya obediencia pensaba precisamente en poner el proyectado cenobio. El 27 de enero de 1473 doña Ana consigue del papa Sixto IV la bula que le facultaba para poner en marcha el convento de jerónimas, que desde el primer momento se concibe bajo la advocación de Santa Paula, discípula de San Jerónimo, prescribiéndose la clausura perpetua y la sujeción al General de la Orden Jerónima, residente en Castilla, junto con la obediencia directa al Prior de San Jerónimo de Buenavista. Como en ese año los jerónimos no habían redactado unos estatutos para el gobierno de las religiosas, se les permitió guiarse por los estatutos y costumbres de las monjas jerónimas de Santa Marta de Córdoba, hasta que en 1514 consiguieron unas constituciones propias. El 8 de junio de 1475 se bendijo la iglesia, procediéndose en el mismo día al traslado de la fundadora y sus compañeras de comunidad al nuevo monasterio desde el emparedamiento de San Juan de la Palma, dándoles el hábito el Prior de San Jerónimo. En 1479 terminaron las obras de adaptación de las casas para monasterio.



Hacia 1483 arribaron a la capital hispalense, huyendo de una conspiración en el Reino de Portugal, los Marqueses de Montemayor, quedándose la Marquesa en Sevilla, mientras que su marido partía para la guerra de Granada. La Marquesa  Doña Isabel Enríquez, al residir muy cerca del monasterio de Santa Paula, trabó gran amistad con Doña Ana de Santillán y se interesó por la comunidad de jerónimas, concibiendo la idea de edificar una nueva iglesia que además de ser orgullo del monasterio, sirviera de sepultura para sí y sus familiares. La capilla mayor quedaría destinada al enterramiento de los Marqueses, colocándose los bultos sepulcrales en el centro del templo, aunque en 1592 se trasladaron a los muros laterales. La iglesia se construyó con toda suntuosidad, ya que la Marquesa adjudicó a la obra todo su capital, incluso las joyas, lo que permitió agilizar su erección, ya que parece que estaba terminada antes de morir la fundadora, el 26 de agosto de 1489. La benefactora marquesa de Montemayor le sobrevivió hasta el 29 de mayo de 1529.



La fundadora dotó al monasterio con un rico y variado patrimonio, concedido en dos entregas, la primera en 1475, en que le entregó varias casas, tributos perpetuos en Sevilla y Triana por valor de 9.629 maravedíes de renta anual, 300 doblas en metálico y algunas propiedades rústicas. Y la segunda entrega vino de la mano de su testamento, por el cual instituyó como su heredero al monasterio, adjudicándole unas casas en la collación de San Ildefonso, un almacén de aceite en la calle Limones, el donadío y dehesa de Las Viejas en Salteras y la heredad de Torre de las Arcas en el Aljarafe, con 153 aranzadas de olivar, 2 aranzadas de viña y 4 de tierra calma, a lo que se añadían otras rentas en especie.



De esta forma el monasterio acumuló un notable patrimonio económico, incrementado a lo largo de la Edad Moderna con las donaciones y herencias de las monjas, lo que tuvo fiel reflejo en la riqueza de su patrimonio artístico, como puede advertirse si se visita su magnífico templo y el encantador museo conventual. A la iglesia conventual se accede desde el compás a través de la magnifica portada que, realizada en ladrillo agramilado, combina estructuras góticas, técnica constructiva mudéjar y decoración renacentista. En su ejecución trabajó el escultor Pedro Millán, autor de los medallones que se disponen en la rosca del arco representando parejas de santos, y el ceramista italiano Francisco Niculoso Pisano, autor de la azulejería que recubre las enjutas, rosca y tímpano del arco, apareciendo en esta última zona los escudos de los Reyes Católicos. La obra está fechada en 1504 y supone la introducción del repertorio ornamental renacentista en Sevilla.



La iglesia, de nave única, se cubre con un magnífico artesonado realizado en 1623 por Diego López de Arenas. La preside el retablo mayor, obra del escultor José Fernando de Medinilla, quien lo ejecutó en 1730. La imagen titular se ha relacionado con la producción de Andrés de Ocampo, autor del primitivo retablo del templo en 1592. De subido interés son los retablos dedicados a los Santos Juanes. El del Evangelista fue realizado por Alonso Cano, quien terminó la obra, a falta de algunos detalles, en 1635, siendo la imagen que lo preside obra de Martínez Montañés; las pinturas originales, robadas en la invasión napoleónica, han sido sustituidas por otras pinturas de distinta mano. El retablo del Bautista es obra de Felipe de Ribas en 1637, aunque la escultura del titular, como la del frontero, es obra de Montañés en 1638; el resto de las imágenes, como Santa Ana y Santa Isabel, dos ángeles sosteniendo la cabeza degollada del Bautista y dos virtudes, son de Ribas. A este mismo autor se debe el retablo del Cristo de los Corales, destinado a albergar este interesante crucificado tardogótico vinculado con la producción de Pedro Millán, entre fines del siglo XV y comienzos del XVI. De Gaspar de Ribas es el retablo de la Dolorosa, fechado en torno a 1640. Por la nave cuelgan algunas pinturas de interés, como dos episodios de la vida de Santa Paula realizados por Domingo Martínez en 1730.



En varias dependencias altas de la zona conventual se dispone un original museo, que alberga numerosas piezas de escultura, pintura y artes suntuarias, destacando por su especial encanto y originalidad el gran Nacimiento dieciochesco. Desde alguna sala se puede contemplar el claustro conventual, clasicista obra compuesta por dos plantas articuladas por arcos de medio punto sobre columnas marmóreas, siendo de gran belleza y elegancia la espadaña, buena muestra de la arquitectura protobarroca sevillana y producto de la intervención del arquitecto Diego López Bueno en las reformas acometidas por la comunidad jerónima en los primeros años del XVII.





LA ORDEN CARTUJA



La iniciativa fundacional de la Cartuja de Sevilla correspondió al arzobispo don Gonzalo de Mena. El monasterio se levantó aprovechando una antigua ermita, situada en el barrio de Triana, cercana al Guadalquivir, en el camino de Santiponce a Sevilla y denominada Santa María de las Cuevas, en la que se veneraba una imagen de la Virgen que según la tradición se había aparecido en unas cuevas hechas en el terreno arcilloso del lugar. En torno a esta ermita se establecieron en la Baja Edad Media religiosos de la Orden Tercera de San Francisco. El arzobispo Mena llegó a un acuerdo con estos religiosos, en virtud del cual les concedió un sitio en San Juan de Aznalfarache al que trasladar su convento, a cambio de la cesión de la ermita de las Cuevas, lugar escogido para el establecimiento de la fundación cartuja. A finales de 1399 el general de los cartujos, Guillermo Rainaldo, concedía licencia para la fundación, siendo ocupada las Cuevas por los primeros monjes, venidos de la cartuja del Paular, el 16 de enero de 1400.



La muerte del arzobispo Mena el 21 de abril de 1400 en Cantillana, donde se encontraba refugiado huyendo de la epidemia de peste que asolaba Sevilla, le impidió testar a favor del monasterio, aunque había tenido la previsión de dejar al canónigo Juan Martínez de Vitoria 30.000 doblas de oro para la continuación de su proyecto fundacional. Pero los colectores del papa Benedicto XIII y el infante Fernando de Antequera, necesitados ambos de dinero, se incautaron de los despojos del difunto arzobispo. Queriendo reparar esta falta, algo más tarde, el 22 de abril de 1410 el mismo Benedicto XIII, estando en Barcelona camino de su definitivo destierro de Peñíscola, adjudicó a la cartuja de Sevilla las tercias reales de los diezmos de varios lugares del Aljarafe y de la Sierra, como compensación de la cantidad usurpada. En 1411 la cartuja de las Cuevas se convierte en priorato, comenzando un rápido desenvolvimiento que la coloca a la cabeza de la provincia de Castilla dentro de la Orden. Así en 1442 su prior es nombrado covisitador y, en 1477, visitador de Castilla, cargo que desempeñó durante veinte años. Esta creciente influencia de la que era ya la segunda casa de la provincia de Castilla despertó los celos de la cartuja del Paular, originando disensiones que al mediar el siglo XVI no se habían apagado.



Los cartujos procedían en un tanto por ciento elevado de las clases altas, lo que explica que el monasterio gozara de una buena situación económica que le permitió incluso fundar a sus expensas la cartuja de Cazalla de la Sierra en torno a 1479. Además de sus cuantiosos recursos, los cartujos contaron con el patrocinio de algunos miembros de la nobleza, como los Ribera, duques de Medinaceli, vinculación que arranca desde que Per Afán de Ribera, Adelantado Mayor de Andalucía, propuso en los primeros años del siglo XV al prior labrar la iglesia a su costa, a cambio de quedarse, tanto él como sus sucesores, con el patronato del monasterio, que incluía el derecho de enterramiento de los miembros del linaje. Gracias a esta concesión se pudo dar un fuerte impulso a la construcción de la nueva iglesia gótica, en sustitución de la capilla provisional que hasta entonces había servido a la comunidad. A lo largo del Cuatrocientos la comunidad se embarca en un ciclo de obras responsable de la conformación del conjunto monacal, con la conclusión del templo y el levantamiento del claustrillo, claustro grande, sala capitular, refectorio y otras dependencias necesarias para el desenvolvimiento de la vida monástica, aunque en épocas posteriores no cesaron las intervenciones destinadas al engrandecimiento y mejora de este establecimiento cartujo.



Al entrar el siglo XVI Santa María de las Cuevas adquirirá un especial protagonismo por servir de lugar de descanso de los restos de Cristóbal Colón entre 1509 y 1536, muestra bien expresiva de la estrecha vinculación del Descubridor con la comunidad cartuja y en especial con la figura de su paisano fray Gaspar de Gorricio, procurador y más tarde vicario de la casa, relación ampliamente documentada que se continuará con los hijos de Colón, Diego y Hernando, y el nieto Luis, recuerdo que continúa en nuestro tiempo al poderse contemplar todavía en los jardines de la entrada del monasterio un árbol que la tradición señala fue plantado por las manos de Hernando, el insigne bibliófilo que logró reunir el excepcional fondo de libros que conforma la hoy denominada Biblioteca Colombina.



A lo largo de la Edad Moderna la Cartuja de Santa María de las Cuevas vivirá momentos de gran esplendor, no sólo por el prestigio de sus miembros, que les granjeaba el aprecio y la estimación no sólo de la nobleza y del resto del clero, sino también de las clases populares gracias a la intensa labor asistencial y caritativa mantenida por los monjes, que se intensificaba con ocasión de las grandes calamidades y catástrofes que periódicamente azotaban a la ciudad. El extenso patrimonio de que disfrutó convirtió a la Cartuja de Sevilla en uno de los monasterios más pujantes de la Península y aún de Andalucía, hasta el punto de hacer préstamos a la Real Hacienda y a la Corona, e incluso a particulares, alcanzando justa fama por la ya citada práctica diaria de la caridad pública que, además de los gastos suntuarios, constituían sus principales gastos. Su acervo patrimonial estaba integrado, además de diversos censos y tributos, por propiedades rústicas y urbanas administradas por los monjes o en régimen de arrendamiento, pero siempre bajo el control de un procurador mayor que nombraba a un religioso para cada heredad. De entre sus propiedades destacaban las fincas de Cambogaz, en el término municipal de Camas, y el donadío de Casaluenga, entre La Rinconada y Alcalá del Río.



El fin de la vida monástica en las Cuevas acontecerá en el siglo XIX, motivado como ya sabemos por el proceso desamortizador emprendido por el Liberalismo. El primer asalto vendrá de la invasión napoleónica, que asestó un duro golpe al monasterio. En efecto, el terror ante el avance de las tropas francesas empujó en 1810 a los cartujos a la huida, máxime teniendo en cuenta la situación en descampado del monasterio, lo que por otro lado lo hacía especialmente apetecible para el ejército invasor por la posibilidad de convertir el inmueble en un estratégico fortín, como así sucedió. Aunque los religiosos intentaron poner a salvo la plata y ornamentos sagrados, las peripecias sufridas durante la huida con tan preciado cargamento hizo que bien poco pudieran recuperar a su vuelta en 1812. Durante el tiempo de ocupación por las tropas francesas, el monasterio mostraba serios daños, pues no sólo fue profanado y destinado a fines militares, sino que su ingente patrimonio artístico, que tanta fama diera a la Cartuja sevillana, había sido presa de la rapiña, aunque algo, excepto la plata, pudo recuperarse. Sin embargo, la definitiva exclaustración no tardaría en sobrevenir, en cumplimiento de los decretos dictados durante el Trienio Liberal (1820 – 1823) y por el gobierno de Mendizábal en 1835. Extinguida la comunidad cartuja, el inmueble fue vendido a particulares y acabó en manos de la familia inglesa Pickman, quienes establecieron en el antiguo monasterio cartujo la famosa fábrica de cerámica. Esta industria se mantendrá activa en el conjunto monacal hasta bien entrado el siglo XX, en que se traslada a un nuevo emplazamiento, pasando por expropiación el ex – monasterio a manos del Estado, que lo somete a un intenso proceso de rehabilitación para convertirlo en Pabellón Real del recinto de la Exposición Universal de 1992, lo que ha permitido recuperar la Cartuja de la ruina y el abandono en que yacía, para ponerla al servicio de los ciudadanos como espacio cultural vinculado al Arte Contemporáneo y al funcionamiento en sus instalaciones del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico.



Del que fue monasterio cartujo se conservan sus elementos fundamentales, como la capilla de Afuera, reconstruida en el siglo XVIII por el arquitecto Diego Antonio Díaz, pasada la cual se accede al corazón de la vida cartuja, conformado por la iglesia gótica, el claustrillo mudéjar, al que rodean la sala capitular – con los sepulcros de los Ribera – , la capilla de la Magdalena y el refectorio, dotado éste de una magnífica techumbre renacentista. Más transformadas por el uso industrial se hallan otras dependencias, como el claustro de los monjes, la celda prioral, la procuraduría, almacenes, etc. En cuanto a su patrimonio artístico, hay que decir que tras tantas vicisitudes, lo que ha podido salvarse se halla disperso por distintos templos y museos. Así el famoso Crucificado de la Clemencia, obra de Martínez Montañés y donado a la Cartuja por el arcediano Mateo Vázquez de Leca, se conserva hoy en la Catedral de Sevilla. La sillería del coro, obra de Agustín de Perea y Juan de Valencia en el siglo XVII, se halla instalada en la catedral de Cádiz. Y los conocidos lienzos de Zurbarán que adornaron la sacristía cartuja, se exponen al público en el sevillano Museo de Bellas Artes.





LA ORDEN DE SAN BASILIO



La última de las órdenes monacales en establecerse en Sevilla fue la de San Basilio, orden de oscura y muy poco conocida historia, cuyos miembros seguían las Reglas dadas por este santo en el siglo IV y que dedicados a la vida espiritual dentro de su retiro eremítico, se expandieron por Occidente partiendo desde Sicilia e Italia meridional. Así en el caso de España la orden se estableció a fines del siglo XVI, aunque al entrar el siglo XVII se consolidó la hasta entonces latente división en dos ramas, una que pudiéramos denominar de carácter reformado o recoleto en la que estaban integrados los monasterios de la denominada Provincia del Tardón, repartidos por diversos puntos de Sierra Morena en las provincias de Sevilla, Córdoba y Jaén; y la rama no reformada, conformada por el resto de las casas basilias, que a su vez se repartían en dos provincias, la de Castilla y la de Andalucía, perteneciendo a esta última el monasterio de San Basilio de Sevilla, casa que tuvo el rango de colegio de la orden.



El establecimiento del monasterio basilio sevillano tuvo lugar en 1593, con la intervención del padre Bernardo de la Cruz y otros cuatro monjes procedentes de la Provincia del Tardón de la propia orden, durante el provincialato del padre Baltasar Ramírez de San Ildefonso. La fundación fue patrocinada por Nicolás Triarchi, griego – chipriota, rico comerciante de Sevilla, quien movido de su devoción a su paisano San Basilio, por escritura otorgada el 9 de enero de dicho año cedió su fortuna para el efecto, adjudicando su casa, sita en la collación de Omnium Sanctorum, para que fundasen y construyesen en ella el colegio de la orden, reservándose a cambio el generoso mercader el título de patrono y fundador y el derecho a enterramiento en la capilla mayor. Por bula de Clemente VIII, ratificada el 28 de septiembre de 1594 por Iñigo de Lisiñana, Provisor del Arzobispado de Sevilla, era aprobada la fundación a efectos canónicos.



Pocos meses antes, en el testamento otorgado el 20 de abril, el fundador había instituido como heredero en el patronato del monasterio de San Basilio al Hospital de la Misericordia, regido por la hermandad del mismo nombre y de la que Nicolás Triarchi era miembro. El Hospital representaría al patrono en todas las funciones, asumiendo en contrapartida la carga de labrar la iglesia, el retablo mayor y el sepulcro del fundador, y sufragar los gastos inherentes al patronato. La iglesia, mediana pero “ bien labrada “ en opinión del analista Ortiz de Zúñiga, y el monasterio vinieron a concluirse hacia 1649. Entre sus muros el templo de San Basilio cobijó algunas obras de arte de destacado interés, como las pinturas que integraban el retablo mayor, debidas a Francisco de Herrera el Viejo, hoy dispersas y entre las que destacaba el lienzo central con la Visión de San Basilio, expuesto en el Museo de Bellas Artes sevillano.



A mediados del siglo XVII se ocasionaron curiosas desavenencias entre los basilios y los benedictinos a causa del derecho de precedencia en actos solemnes y funciones religiosas, lo que provocó uno de los muchos y típicos pleitos de aquella época, indicando con ello la conciencia de superioridad existente en los basilios sevillanos y el crecido número de religiosos que llegó a alcanzar. Así para 1747 se apunta que los monjes de este colegio eran 62, y a través de un libro de profesiones del Archivo del Arzobispado se ha estimado que entre 1600 y 1829 profesaron un total de 410 monjes.



Extinguido el monasterio de San Basilio a raíz de la Desamortización, el edificio, situado en la actual calle Relator, se dedicó a diversos usos profanos, como casa de vecindad, fábrica de harinas y almacén de maderas, hasta el punto de que tras intensas transformaciones sólo se reconocen hoy día algunas dependencias secundarias de la clausura. El templo permaneció abierto al culto intermitentemente hasta que la Revolución de septiembre de 1868 lo clausuró, aunque dos años más tarde fue reabierto pero al servicio de otra confesión religiosa, la Iglesia Española Reformada Episcopal, que todavía lo mantiene en nuestros días, no sin haber efectuado intensas obras de reconstrucción, por lo que prácticamente nada se reconoce de la antigua iglesia de San Basilio.



Señalaremos igualmente que este establecimiento monacal mantuvo una estrecha relación con la religiosidad popular sevillana por haber sido sede de algunas cofradías penitenciales, como las de la Cena y la Esperanza Macarena, durante una etapa de su historia. La primera, producto de la fusión en 1591 y en la parroquia de Omnium Sanctorum, de la Hermandad de la Sagrada Cena Sacramental (fundada en 1580 en la parroquia de San Bartolomé) con la de la Humildad y Paciencia (surgida a fines del siglo XVI en el Hospital de San Lázaro), se traslada en 1621 a la iglesia de San Basilio, donde adquieren a los monjes la capilla existente a los pies de la nave del Evangelio. Por su parte, la Hermandad de la Macarena se funda en San Basilio en 1595. Los avatares históricos sufridos por ambas hermandades, que no es ésta ocasión ni lugar de referir, les han conducido a radicarse en otros templos, permaneciendo hoy como un recuerdo muy difuso el vínculo de San Basilio con la Semana Santa sevillana.





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